Mostrando las entradas con la etiqueta El Chacho Ángel Vicente Peñaloza. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta El Chacho Ángel Vicente Peñaloza. Mostrar todas las entradas

viernes, 2 de octubre de 2020

Ángel Vicente Peñaloza, El Chacho

 



Ángel Vicente Peñaloza, El Chacho

(Malanzán, Virreinato del Río de la Plata, 2 de octubre de 1798 – Olta, La Rioja, 12 de noviembre de 1863)
Nació en Guaja, caserío ubicado entre los actuales departamentos riojanos Juan Facundo Quiroga y Ángel Vicente Peñaloza, en el año 1796. Fueron sus padres, Úrsula Rivero y Esteban Peñaloza. Siendo joven se integro a las filas de Juan Facundo Quiroga, a quien acompañó en todas sus campañas militares.
Después que su antiguo jefe fuera asesinado en 1835, se levantó en armas contra el gobernador porteño, Juan Manuel de Rosas, conformando las filas la Liga del Norte, junto a unitarios y federales no “rosistas”, motivo por el cual, algunos historiadores lo tildaron de unitario, aunque otros lo defendieron como un auténtico federal.
Después de la derrota de la mencionada liga pasó al exilio en Chile, desde donde retornó en varias oportunidades al frente de un grupo de hombres para levantar la región entre los años 1842 y 1844, casi sin suerte.
Después de la batalla de Caseros en 1852, que puso fin al gobierno porteño de Rosas, se sumó a Justo José de Urquiza, alcanzando el grado de general de la Nación. Luego, el presidente Santiago Derqui lo nombró Jefe del Tercer Cuerpo del Ejército Nacional, cuya jurisdicción abarcaba las provincias de Mendoza, San Juan y La Rioja.
Cuando se produjo la batalla de Pavón en 1861 con el triunfo de Buenos Aires sobre la Confederación, el Chacho se levantó en armas contra Bartolomé Mitre, principal referente del Centralismo porteño y presidente de la nación, solicitando a Urquiza en varias oportunidades que se pusiera al frente nuevamente de las fuerzas de la Confederación, pero nunca recibió respuesta alguna del expresidente entrerriano. Lo dejó solo.
Mitre mandó a combatirlo, arribando varias columnas de los ejércitos de línea a La Rioja, y en un momento fue esta provincia, con Peñaloza a la cabeza, la única que resistía al centralismo porteño.
El gobernador de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento, fue designado por el presidente Mitre, Director de guerra contra La Rioja, y envió a los jefes más crueles a Los Llanos riojanos. Curiosamente los principales jefes eran uruguayos, tal vez porque los militares argentinos no querían arribar a combatir en Los Llanos, donde el pueblo, el sediento suelo y el clima, les eran hostiles.
Así arribaron Ambrosio Sandes (con cincuenta heridas de combate), Ignacio Rivas (con quien firmó el Tratado de la Banderita) y Pablo Irrazábal (quien luego se convertiría en su asesino). En un momento se intentó acordar la paz con el caudillo, con la firma del mencionado Tratado de la Banderita, en cercanías de Tama, en 1862, el cual finalmente no prosperó.
Después de muchas batallas y entreveros, el Chacho fue capturado y ejecutado inmediatamente, sin mediar palabra. Su cuerpo fue mutilado, su cabeza exhibida para escarmiento de los pobladores de Los Llanos y una de sus orejas enviadas como trofeo a los liberales riojanos, quienes la mostraron en una bandeja de plata a pocas horas del alevoso asesinato.
El resto de su cuerpo nunca fue encontrado. Se ocultó a propósito para que la gente no santificara el lugar y se produjeran nuevos levantamientos. Sólo una mente perversa pudo planear semejante cosa. La cabeza como escarmiento y la desaparición de sus restos.
Inmediatamente después de la muerte del Chacho, su mujer Victoria Romero y el hijo adoptivo de ambos, Indalecio Peñaloza, de 14 años, fueron tomados prisioneros y conducidos a San Juan, donde la mujer fue obligada -por el gobernador Sarmiento- a barrer las calles de la ciudad.
El Chacho no se destacó como estratega; logró muy pocos triunfos en los campos de batalla, a no ser en esporádicos entreveros, pero sí sobresalió por su bravura, por su coraje en los choques bélicos donde le tocó actuar.
No gobernó su provincia, ni ninguna otra, pudiéndolo hacer más de una vez. No se enriqueció, ni hizo de sus campañas incursiones de saqueo, excusa de quienes, para denigrar a los caudillos, usaban como apelativo.
No fue un rico propietario.
Nunca mandó fusilar a nadie. Ningún enemigo pudo acusarlo de eso. Ordenaba que a sus prisioneros no se les tocara un botón de su chaqueta.
Nunca se dio en Peñaloza con tanta nitidez lo que decía Arturo Jaureche, “Que el caudillo era el sindicato del gaucho”. A Peñaloza acudían todos aquellos que algo necesitaban, desde un plato de comida a cualquiera objeto que necesitaran en el duro batallar de la vida cotidiana. Y él, todo lo que tenía lo repartía. Por ello se había ganado el bello mote de “Padrecitos de los pobres”.
Cuando arribaba a la capital provincial, inmediatamente se llenaba de gente para saludarlo, consultarlo o solicitarle algún favor. Él los atendía a todos debajo de un viejo algarrobo que estaba en la casa de una familia amiga y que fue talado en la década de 1970, sobre la actual calle 9 de Julio, casi al frente de un actual hotel.
Una vez uno de sus hombres le recriminó: ¡Pero General!, ¿cuándo ganaremos una batalla? Él no contestó nada, se puso de pie, montó su caballo y comenzó a retirarse lentamente. Sus hombres comenzaron a seguirlo uno por uno, aún aquel que lo había cuestionado.
Quizás no tuvo un gran proyecto político, pero sabía en lo que su pueblo creía, necesitaba y era lo que él defendía.
Tenía la entereza del tala. Era de una sola madera. Nunca se conoció por parte de él un acto de traición.
Su especialidad y su misión en los ejércitos de Facundo Quiroga, era enlazar los cañones del enemigo y arrastrarlo hacia su campo, por lo que fue admirado y sufrió importantes heridas que lo tuvieron al borde de la muerte en varias oportunidades.
Fue hombre de una sola mujer, y con su Victoria al lado cabalgó los confines de la Patria.
Vivió como sus hombres, modestamente y era de escuchar los pedidos que la gente le hacía cuando llegaba algún pueblo y pedían hablar con él. Vivió como los que lo seguían, que era casi toda La Rioja y gente de las provincias vecinas.
Vestía, comía y vivía como sus hombres. Se sentaba con ellos a compartir el mate, alguna comida, el juego de naipes, pero cuando daba una orden se le obedecía como al jefe más estricto.
De este tipo de ser humano estamos hablando cuando nos referimos a Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho, quien fue sacrificado cruelmente, sin piedad por defender sus ideales y por ser el único líder que se oponía al nuevo orden que habían impuesto desde el Puerto, después de la batalla de Pavón, cuando Mitre desplegó sus tentáculos hacia el interior del país para someterlo a sus arbitrios.
Se lo mató sin más trámite que el de un lanzazo y una descarga de carabinas de las fuerzas de línea comandada por Pablo Irrazàbal, criatura de Sarmiento, designado jefe de la guerra contra La Rioja. Una “Guerra de Policía” como expresó Mitre cuando lo designó al ilustre sanjuanino para tal misión, que significaba venir a luchar con delincuentes y no con adversarios políticos. “No ahorre sangre de gauchos…”, le escribió alguna vez Sarmiento al porteño y eso es lo que hizo con el Chacho.
DETALLES DE LOS MOMENTOS FINALES DEL CHACHO PEÑALOZA
Tal como apuntábamos, después de la derrota de Urquiza en Pavón y de la entrega al predominio del Buenos Aires unitario, las fuerzas federales de las provincias se encontraron (sin saberlo) huérfanos de liderazgo y todavía creyendo en Urquiza, fueron viendo –paso a paso- el abandono de la causa por quien constituía su principal cabeza y el asesinato de quienes eran los caudillos regionales federales.
Fue entonces que se alzó la figura del general Ángel Vicente Peñaloza, llamado el “Chacho” por todos. Era brigadier de la Nación y jefe del III ejército nacional acantonado en Cuyo. Al ver que los libertadores proceden de esa manera, escribe a uno de ellos, el general Antonino Taboada, el 8 de febrero de 1862: “¿Por qué hacen una guerra a muerte entre hermanos con hermanos?”, contraria a la hidalguía de la raza. No hay objeto porque Urquiza ya no vuelve más y los federales han aceptado su derrota. Pero de allí a exterminarlos, va mucho “¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitaran tan pernicioso ejemplo?”.
La carta es tomada como una provocación, y Peñaloza queda despojado de su rango militar y declarado indigno de vestir el uniforme. Las tropelías siguen: degüellos, saqueos, raptos, violaciones. En Guaja, Sandes ordena quemar la casa del Chacho, después de saquearla.
Peñaloza se revuelve como un jaguar herido. No tiene tropas de línea, ni armas, ni jefes, pero su grito de guerra resuena por todos los contrafuertes andinos, y van a reunírseles cientos, miles, de paisanos que llegan con su caballo de monta y otro de tiro, agenciado quién sabe cómo. Con media tijera de esquilar fabrican una lanza acoplándola a una caña Tacuara. Y el “Chacho” empieza sus victoriosas marchas y contramarchas de La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis. La montonera crece y se hace imbatible. Poco pueden contra ella los ejércitos de línea formados por milicos enganchados o condenados a servir las armas: las cargas de los jinetes llanistas desbaratan a los ejércitos de la libertad.
Le ofrecen la paz, y el Chacho la acepta porque es un ingenuo. Cree en la sinceridad y buena fe de los libertadores. El no pelea para imponerse a nadie, sino para defender a los suyos. En La Banderita el 30 de mayo se firma el compromiso: no se perseguirá más a los criollos, y Peñaloza desarmará su montonera. José Hernández, el autor de Martín Fierro, cuenta la entrega de los prisioneros tomados por el Chacho: “Ustedes dirán si los he tratado bien –pregunta éste– ¡Viva el general Peñaloza! fue la respuesta. Después el riojano pregunto: ‘¿Y bien? ¿Dónde está la gente que ustedes me apresaron? ¿Por qué no responden? ¡Qué! ¿Será verdad lo que se ha dicho? ¿Será verdad que los han matado a todos?’ Los jefes de Mitre se mantenían en silencio, humillados. Los prisioneros habían sido fusilados sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; sus mujeres habían sido arrebatadas por los vencedores”. (Vida del Chacho, pág. 176).
La Ley Marcial
Todo es mentira en los libertadores. No habrá paz. Al Chacho lo han engañado valiéndose de su buena fe de caballero y de criollo. Apenas se licencia el ejército federal, que Sarmiento -ahora gobernador de San Juan y director de la guerra– incita a Mitre a no cumplir el compromiso: “Sandes está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla seguir en esta emergencia? Si va, déjelo ir. Si mata gente, cállese la boca”.
Recomienza la persecución de la gente. “Quiero hacer en La Rioja una guerra de policía –escribe Mitre a Sarmiento–. Declarando ladrones a los montoneros sin hacerles el honor de considerarlos partidarios políticos ni elevar sus depredaciones al rango de reacciones, lo que hay que hacer es muy sencillo.” (Domingo F. Sarmiento, Obras Completas, XIX, pág. 292). No dice lo que es sencillo, porque hay cosas que Mitre no escribe y debe ser entendido a medias palabras. Pero Sarmiento, que tiene otra pasta, reúne a los jefes militares, les lee instrucciones de Mitre y acota: “Está establecido en este documento la guerra a muerte. Es permitido quitarles la vida donde se los encuentre”.
Con todo hay en Mitre y Sarmiento un homenaje al derecho. Mitre debe dictar una cátedra para decir que debe aplicarse a la gente del Chacho la guerra de policía, Sarmiento debe aclararla que es “a muerte”, que Sandes y los suyos no tengan escrúpulos. Un siglo más tarde, la ley marcial se aplicará en la Argentina –sin retorcerla, ni interpretarla, ni valerse de subterfugio alguno– a todo prisionero vencido, aún a quienes se entregan voluntariamente, aún a los tomados antes de iniciarse las operaciones. Pero no estoy escribiendo sobre años tan estúpidamente crueles, de retroceso moral tan manifiesto, sino sobre cosas ocurridos hace un siglo cuando Sarmiento y Mitre –algo distintos a sus sucesores de 1956– debían explicar con razonamientos especiosos, pero razonamientos al fin, por qué aplicaban la ley marcial a los adversarios.
Hoy recuperamos parte de esta historia cruel pero heroica, de ejemplo de vida que nos dio el Chacho. Es la dura historia que nos tocó vivir a los riojanos para llegar hasta nuestros días. A lo que hoy somos.
Hoy quisimos evocar al General Ángel Vicente Peñaloza el “más humano de los caudillos”, frente a conquistadores que no tenían humanidad.
Tiempos que Chacho con su generosidad criolla temía que llegaran si los libertadores de 1861-62 encontraban quiénes los tomaran como modelo y se preocupaba: “¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitarán tan pernicioso ejemplo?”.
¿Imitarán?
Imitan…
Pasan los años, cambian algunas formas, pero sigue la misma cruel práctica…
(fuentes: redacción propia, con material de http://genoma.cfi.org.ar y el historiador.com)